El final

La gente contaba que las cosas habían cambiado, que en el siglo XXI ya no pasaban esas cosas pero todo era mentira. Mirase adonde mirase veía mujeres sufriendo calamidades causadas por hombres. Había tiendas en las que los hombres tenían preferencia. Había puestos de trabajo en los que los hombres cobraban más. Las chicas que habían estado con muchos hombres eran consideradas fáciles y los hombres que habían estado con muchas mujeres eran héroes. ¿Qué estaba pasando? Eso fue lo que la empujó a hacer aquello y todas sus seguidoras lo sabíamos.

Subió al estrado. Todo el público la aclamaba. Colocó su discurso en la mesa, ajustó el micrófono y se hizo un silencio sepulcral. Entonces levantó la vista y lanzó una rápida mirada al gentío que esperaba callado sus palabras.

-Queridos oyentes,-empezó con voz serena-estamos hoy aquí por una razón. Hace diez años que salimos de la grave crisis económica que ahogaba este país. En las primeras elecciones que se hicieron después de aquello, hubo varios partidos que prometieron acabar con la violencia de género y luchar por liberar a las mujeres de la opresión a la que estaban sumidas desde tiempos inmemoriales. Nosotros como ingenuos, les creímos. Hoy ha pasado mucho tiempo y seguimos esperando que acaben con el machismo. Han muerto muchas mujeres por esta causa y muchas más morirán si no se hace algo por ellas. Yo desde aquí llamo a todas las mujeres del mundo a venir conmigo a luchar por la igualdad. No queremos ser superiores a los hombres, queremos la igualdad. Sé que habéis escuchado muchos discursos de este tipo y por eso no me alargaré. Las que queráis luchar conmigo, ya sabéis donde estoy. Muchas gracias.

Entre aplausos me giré y fui hacia el coche, que había aparcado unas calles más abajo. No me gustaba retrasarme al llegar a casa. Tenía toda mi agenda programada y odiaba que cambiaran mis planes y se fuera todo al traste. Arranqué el coche y conduje hacia casa. A medida que iba llegando, mi pulso se iba acelerando, las manos me sudaban y miles de escalofríos me recorrían la columna vertebral. Siempre que llegaba a casa me sucedía. Aparqué en mi plaza de parking procurando que mi coche dejara salir al que tenía a la derecha. Cogí rápidamente las llaves de casa y subí por el ascensor.

-Hola, amor mío-dije al entrar en casa con voz dulce.

-¿Dónde has estado?-preguntó mi marido.

-En la convención de feminismo que te dije.-expliqué mientras dejaba el bolso al lado de la entrada y me dirigía hacia mi marido, en el otro lado de la sala.

-¿Al final fuiste?-preguntó. Parecía molesto.-Te dije que no quería que fueras. Te lo borré de la agenda.

-Ya lo sé, precioso, pero me hacía mucha ilusión ir y pensé que no te molestaría.

-Tú no piensas. Aquí el que piensa y decide soy yo-declaró muy exaltado.

-Pero creí…-murmuré

Había despertado a la bestia. Se acercó a mí con su peor cara de enfado y me dio una bofetada. Me giré y coloqué la mano en mi mejilla. Ya volvía a pasar, era la misma sensación de siempre: algo se revolvía en mi barriga y subía a través del esófago, un fuego interno que me quemaba. Volví a mirarle, como hacía siempre, dispuesta a decirle algo. Abrí la boca y lo único que conseguí decir fue:

-No te atre…

Otra bofetada. Esta vez en la otra mejilla. El fuego que sentía subió hasta las mejillas, encendiéndolas y luego hasta los ojos fundiéndose en lágrimas. Rompí a llorar, como cada vez que aquello sucedía. Mi marido me empezó a apalear mientras decía “se nota que eres una mujer. Eres débil como todas las demás. No sé por qué me casé contigo”. Me dejó casi inconsciente en el suelo y se largó al bar con sus amigos. Sabía que vivía sometida a él pero no me atrevía a decirle nada porque el resultado siempre era una paliza.

Me intenté levantar a duras penas para coger el móvil que estaba tirado en la otra punta del salón. Cuando apoyé el peso en el pie derecho, un gemido de dolor se escapó de mi boca. La mejor solución era arrastrarse. Repté por el suelo hasta donde había dejado mi bolso y cogí el móvil. La pantalla estaba rota, resultado de otra de las rabietas de Juan, mi marido. Busqué en la agenda el número de mi hermana y llamé.

-¿Hola?

-Claudia, dile a tu madre que se ponga.-no tenía tiempo para preguntarle por el colegio. Tenía catorce años; era suficientemente mayor para entenderlo.

-¿Qué pasa, tía?

Rompí a llorar de nuevo y lo entendió todo. No era la primera vez que pasaba. Así que después de un breve “ahora se pone” pude hablar con mi hermana y decirle que viniera a ayudarme. Ella muy angustiada dijo que ya venía y colgó.

Al cabo de un rato escuché un ruido de llaves y la puerta abriéndose. Momentos después, mi sobrina Claudia estaba allí dispuesta a ayudarme.

Me curó las heridas con el botiquín que teníamos en casa y me trajo unas muletas para llevarme al ambulatorio que había debajo de mi casa. Cuando estábamos listas para irnos vino Juan borracho. Recuerdo ese momento como el más increíble de mi vida: Juan empujó a Claudia contra la pared y me pegó otra patada en el pie bueno. Caí al suelo y desde allí pude ver cómo la pequeña gran Claudia cogía el bate de béisbol que había traído y golpeaba a Juan muy fuertemente hasta dejarle semi-inconsciente. Me ayudó a levantarme y salimos corriendo mientras marcaba el 016.



Gracias a ella hoy puedo contar esta historia. Estoy segura de que si no hubiera estado ella, no hubiera sobrevivido. Sin saberlo, con su bate de béisbol echó a mis peores pesadillas y me abrió un mundo lleno de sueños.

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